Advertencia: Esta crónica incluye ficción (por eso lo de "una crónica imposible"), sin embargo, la historia de Nicanora Ortíz de Rozas como hija de Eugenia Castro con Juan M. de Rosas es cierta. Investigué mucho esta historia y próximamente publicaré el resultado de mi investigación)
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Foto Diario Crítica. 21 de Enero de 1928 |
El día amaneció
nublado, gris. Tenía que realizar una investigación sobre una antigua propiedad
del partido de Alte. Brown, más precisamente de Burzaco. Aprovechando que era
sábado y no tenía nada importante planeado, decidí viajar, luego de desayunar,
hasta la hemeroteca de la Biblioteca Nacional.
Llegué al edificio proyectado
por un equipo de arquitectos encabezados por el reconocido Clorindo Testa y que
tantos años demandó su construcción. El sitio sobre el
cual se erige la Biblioteca Nacional lo había ocupado el “palacio Unzué”, que
fuera residencia de Juan D. Perón y María Eva Duarte, quien pasó a la historia como "Evita". En pleno corazón “cajetilla”, en el invierno
del 52, hombres y mujeres humildes se acercaban hasta aquí, con velas encendidas, para
orar por la salud de la señora. La casona fue demolida luego del 55, por la que
se dio en llamar “Revolución Libertadora”; otro hecho de fuerte contenido simbólico
para tratar de hacer desaparecer –sin suerte, eso está claro- al, ya arraigado
en el pueblo, movimiento peronista.
Ascendí por la plaza
que da hacia Avenida Libertador, y me detuve unos minutos junto al monumento
levantado en memoria de Eva. No era, claro, el que había proyectado la CGT y el
gobierno, en aquel entonces, cuando pensaron construir –tras la muerte de ella-
un mega monumento. Este es más pequeño, casi que pasa desapercibido. Se ve a Evita
delgada, con un brazo levantado y avanzando. Fue la muerte, a temprana edad,
que la detuvo.
***
Eva Duarte (1919-1952)
Parece correr.
Lo hacía.
En sus últimos días lo hacía.
Era una carrera contra el tiempo.
Tiempo...eso que ella sabía que le iba a faltar.
Hoy su figura de bronce, escuálida como su último cuerpo, se dibuja en las sombras de la noche.
En ese sitio que la albergó cuando fue Eva. "Esa mujer"*. Evita.
En una zona, paradójicamente, dónde no la querían. La despreciaban.
Porque fue amada y también odiada. Y aún lo es con la misma intensidad.
Hoy no hay velas, ni rezos; tampoco hay leyendas en muros.
La leyenda que hoy se cuenta habla de que, durante la noche, de las entrañas de la biblioteca -donde estuvo la residencia que la vio morir, el palacio Unzué- emerge un llanto que corta el silencio de sus enormes pisos. Y una figura de mujer, delgada, se aparece.
Otra "Felicitas" (1) de Buenos Aires alimenta un nuevo mito.
Pero es real que su cuerpo por ahí cerca descansa luego de tanto deambular. A pocos pasos, en aquel primer camposanto de los recoletos. Su tumba siempre tiene flores.
Su historia trascendió fronteras, igual que hizo su cuerpo, como de muñeca, después de muerta.
Fue indomable, amada, odiada y también "santa" **.
No sé desde que lugar la mira usted, pero en algo estamos de acuerdo...forma parte de nuestra historia.
Juan Pablo Gómez
Alusiones a obras literarias.
* "Esa mujer". Cuento de Rodolfo Walsh.
** "Santa Evita". Novela de Tomás Eloy Martinez.
(1) por Felicitas Guerrero de Álzaga (1846-1872). Asesinada por un hombre despechado. A quién sus padres le levantaron una iglesia en su memoria, en Barracas.
***
Retomé la caminata, y accedí al edificio de la biblioteca
por la amplia rampa. Ya en el subsuelo, me dirigí al sector para
investigadores, y pedí los diarios de 1928. Opté por el diario “Crítica”. Me
ubiqué en uno de los proyectores de microfilms. La chica que minutos antes
había tomado mi pedido, se acercó con el rollo y lo instaló hábilmente. Me explicó
someramente como era el manejo del equipo. Asentí, pero, como siempre me pasa,
retuve menos de la mitad de la explicación.
Con prueba y error,
pude avanzar con la lectura. Comencé a pasar las páginas del diario. Debía
buscar a mitad de mes, por lo tanto, aceleré el paso de las imágenes solo
deteniéndome a leer los titulares de cada día.
Fue justamente uno
de estos que llamó mi atención. Decía: “Vive una Hija de Don Juan Manuel de Rosas”.
Ciertamente era llamativo por la época, pero lo que alcancé a leer en su copete
me sorprendió aun más: “Misia Nicanora Tiene 83 años y Vive en un Humilde
Rancho de Glew, Cerca de Buenos Aires”. ¿Una hija de Rosas viviendo en 1928 en
Glew? Me sonaba poco menos que imposible. Glew es una localidad del partido
donde yo vivo. Era una entrevista a una señora cuyo nombre yo desconocía por completo,
por ende, de cuya historia tampoco sabía. A medida que me iba adentrando en la
lectura del reportaje me convencía cada vez más que sería muy interesante
indagar en esa historia, buscar información en la actualidad y comprobar cuan
cierto era lo que la entrevistada contaba. Uno sabe que en los diarios no
siempre se cuentan verdades; y muchas veces por afán de lograr altas tiradas de
ejemplares se publican artículos o notas con material de fuentes poco
confiables o directamente falsas. Noticias sensacionalistas, precisamente para
causar eso: sensación. Y venta. Bien podía ser uno de esos casos que la persona
atribuye –generalmente la paternidad- a un personaje que tuvo algún tipo de
trascendencia pública. Los motivos pueden ser varios: genuino reconocimiento a
un vínculo parental cierto, la búsqueda de sus verdaderos orígenes y de alguna
manera de su identidad.
O, por el
contrario, bien en el extremo de estos genuinos motivos, también pueden existir
otros que no lo son tantos: afán de notoriedad, beneficios económicos –más, si
hay suculentas herencias de por medio- o simplemente una falsa creencia en
mentes poco equilibradas.
En todo esto pensaba
mientras continuaba leyendo; sin embargo, entre tantos detalles que la
entrevistada brindaba me iba convenciendo de que detrás de esta historia podría
haber algo de cierto y por demás interesante. Pero incluso, si aún no fuera
real ese vínculo, me generaba curiosidad conocer sobre esa mujer que vivió en
Glew y había manifestado públicamente ser hija del “restaurador de las leyes”
-para unos- o del “tirano” -para otros-. Así pues, terminado el artículo, muy
entusiasmado por lo que había leído saqué fotos del mismo y me fui de la biblioteca
dispuesto a dejar por un momento de lado la continuación del trabajo de los
orígenes de la quinta Rocca y adentrarme en éste: la de una presunta hija de
Rosas… que vivió en Glew.
Decidí ir almorzar a un bar cercano, momento
en que aproveché a “googlear” algunos nombres que mencionaba la historia:
Nicanora Castro, que se apellidaba ella Ortíz de Rozas, o Rosas, era, según
varias fuentes, una de las hijas de Eugenia Castro con Juan Manuel de Rosas.
Una relación nunca reconocida por el “restaurador”. Ni la relación ni los seis
hijos que con esta joven mujer tuvo, mientras ella vivió con él tras la muerte
de su esposa Encarnación Ezcurra. Con Encarnación tuvo 3 hijos, uno de los
cuales falleció de bebé, y sobrevivieron dos: Juan Bautista y la archiconocida
Manuelita. Ezcurra falleció en 1838 y Eugenia era la empleada que la asistía.
Tras la muerte de Ezcurra, dicen, Rosas comenzó esa relación con la que era
entonces una muchacha.
***
Juan
Manuel de Rosas había nacido el 30 de
marzo de 1793 con el nombre de JUAN MANUEL JOSE DOMINGO ORTÍZ DE ROZAS Y
LÓPEZ DE OSORNIO, que luego abrevió en ROSAS (con S). A la fecha de asumir se
segundo mandato como gobernador de la Provincia de Buenos Aires (y
representante de la Confederación Argentina) contaba con 42 años. Estaba casado
con Encarnación Ezcurra –cuyo nombre completo era MARIA DE LA ENCARNACION
EZCURRA Y ARGUIBEL- desde el 16 de marzo de 1813. Al momento de contraer
matrimonio ella contaba con 17 años y él con 20.
De este matrimonio, tuvo tres
hijos: Juan (1814), María de la Encarnación (1816) fallecida poco tiempo
después y Manuela Robustiana (más conocida como Manuelita, en 1817). El
matrimonio había adoptado a un hijo de Josefa Ezcurra –hermana de Encarnación- llamado
Pedro Rosas y Belgrano, producto de una relación amorosa con el Manuel
Belgrano.
En ese momento la residencia de
la familia Rosas estaba en el centro de Buenos Aires, la propiedad de los
Terrero (luego fue comprada por Juan Manuel) estaba ubicada en lo que hoy son
las calles Bolívar y Moreno.
Eugenia Castro llegó a la casa
de Encarnación y Juan Manuel siendo muy joven, como una criada especial. Era
hija de un coronel del ejército que lideraba Rosas, de nombre Juan Gregorio
Castro. Antes de morir, nombró a Rosas albacea y tutor de sus dos hijos
(Eugenia y Vicente). Tras la muerte de su padre, la niña Eugenia había sido
enviada por Juan Manuel y Encarnación a trabajar a la casa de una familia amiga
(los Olavarrieta), quienes le propiciaban malos tratos. Tiempo después, enterada
Encarnación, le habría pedido a su esposo que hiciera traer a la joven.
Hacia 1838, Eugenia, ya
estaba instalada en la casa de la calle Bolivar, asistiendo a doña Encarnación durante
su enfermedad. Ese año, sin precisarse el día, pero antes de la muerte de esta,
Eugenia dio a luz a una niña que llamó Mercedes. Esa hija fue reconocida por un
sobrino de Ezcurra, un joven de nombre Sotero Costa y Arguibel.
El 20 de octubre de ese 1838
muere Encarnación, esposa y principal colaboradora de Rosas. Según Manuel Gálvez,
historiador y autor de una de las obras más completas de la vida y época del
restaurador: “Rosas la llora sin
consuelo. Se encierra con el cadáver. Echa llave a la puerta y atranca el
postigo. El hombre recio, el gaucho viril, no quiere que lo vean llorar”. Rosas
decreta duelo. Organiza y paga un pomposo funeral y pasa ser obligatorio llevar
el cintillo negro de duelo junto con la divisa punzó.
A partir de ese momento, Rosas
decide dedicarse de lleno a gobernar. Y ante la ausencia de Encarnación, inicia
una relación -en un principio secreta y para nada equitativa- con la joven
Eugenia.
***
La entrevista del
diario, a la cual yo le había sacado fotos y estaba leyendo en ese bar, la había
realizado, en los primeros meses de 1928, un periodista de apellido Pineda
Yáñez, que se había llegado hasta, en aquel entonces, remoto paraje del sur, en
el partido de Alte Brown, de lo que antiguamente (pero no tan lejano en el
tiempo) había sido la “campaña”; tierras que el ferrocarril del Sud ayudó a
poblar.
Al comenzar el
artículo el periodista escribe:
“Glew no es otra cosa
que un nombre inglés, un pedazo de Inglaterra, la sombra del destierro. Hace 20
años que vive en Glew. Otros 20 llevó su padre en el exilio. La miseria ha
desterrado a Misia Nicanora. Todos nuestros sueños se han desvanecido, cuando
nos dijeron, al descender en la estación, el lugar donde habita con su hija, y
un nieto. Y no es su nombre siquiera el que figura. Parece muerto hace mucho,
desaparecido en el crisol del tiempo.
¿La señora de Casado?, siga derecho nomás. Allí en el campito vive misia
Bernabella. En la casa sola. Rodeada de campo está la casa, desvencijada,
formando esquina, en una de cuyas paredes los años han ido robando fijeza a
unas letras temblonas que dicen: “farmacia”.
Por sus puertas destartaladas, el viento del invierno debe traer alaridos
lejanos que recuerdan a la anciana señora los gritos salvajes de la indiada
entregada al malón. Hay gallinas en torno, cloqueando. Después, el silencio de
los siglos se cierne sobre la casa como eco sobre ruinas augustas”
Nicanora
recordaba varios lugares y anécdotas mientras convivió con Rosas siendo niña,
tanto en la casa de la calle Bolívar como en la fortaleza de San Benito de
Palermo, dónde luego Sarmiento ordenó levantar el parque “3 de Febrero” (fecha
de la batalla de Caseros) y posteriormente se instaló el Zoológico (hoy, el zoo
es una reserva natural urbana). Era una entrevista extensa, al punto que el
autor –supe por la info que me brindaba la web- luego hizo un libro con buena
parte de ese material (“Como fue la vida amorosa de Rosas. Ed. Plus Ultra.1972).
Como en el artículo
mencionaba el apellido “Casado”, que fuera yerno de esta mujer, entré en la
página de búsqueda de números telefónicos para ver si todavía residía alguna
persona con dicho apellido, en Glew. ¡Bingo! Eran tres los números que
aparecían en la lista. Desde el celular llamé a uno, me atendió una voz
femenina. Sinceramente no sabía cómo empezar la conversación sin que la
interlocutora me considere un desquiciado. Opté por decirle que era un
investigador de cuestiones históricas del partido de Alte. Brown, y le confesé
lisa y llanamente el motivo de mi llamado. Luego de unos segundos de silencio
dijo, por fin, que sí, que era descendiente de esa mujer; pero me recomendó
hablar con su tío, brindándome los datos donde ubicarlo.
Llamé al mozo, pagué
la cuenta y salí presuroso hacia el subte con destino Estación Constitución. El
tren a Glew salía cada veinte minutos.
***
De la relación de Juan Manuel de
Rosas con Eugenia Castro (“La cautiva”, así la llamaba Rosas, según Piñeda
Yáñez) nacieron 6 hijos (algunos le atribuyen a Rosas también la paternidad del
primero, pero dado que Encarnación aún vivía –argumentan- un sobrino de esta lo
asumió como propio):
-
Ángela (1841), Nicanora (1844), Ermilio (1845), Justina (1849), Joaquín (1850) y Adrián (1852, cuando Rosas ya estaba en el exilio).
Rosas tenía mucha afinidad con dos de estos
dos niños: Ángela, a la que llamaba “el soldadito” porque la niña gustaba usar
el uniforme del ejército rosista y con Ermilio, que llamaba “El coronel”. Según
el autor, Rosas le pidió a Eugenia que viaje con él al exilio, pero solo con
esos dos hijos. Eugenia se negó. Era con todos o nada. Fue nada.
A Nicanora, su padre la llamaba “Canora”,
y cuando le regañaba por su comportamiento le decía “la gallega”. Una anécdota
–según cuenta Nicanora- era qué de niña, un día “el viejo” ordenó a dos de sus
soldados que “lleven a esa gallega salvaje unitaria a que le den 500 azotes”. Y
la castigaban a medias, porque los latigazos se lo daban sobre un cartón que le
ponían encima, sobre su espalda, de manera que no impacten sobre su cuerpo,
pero sí que el acto y el ruido le infundieran temor.
***
Llegué a
Constitución. Siendo sábado, la gran estación terminal no era un hormiguero
como habitualmente sí se muestra los días de semana. Miré el cartel anunciador:
Alejandro Korn, por andén 4. El tren partía en cinco minutos. Pasé los
molinetes y apuré el paso. Subí al vagón y me senté en el primer asiento vacío
que encontré. Quería seguir leyendo más detalles de la vida de aquella mujer y
de los recuerdos que confesaba al periodista de “Crítica”. De pronto, me
encontré repitiendo el mismo recorrido que, en 1928, este había realizado.
Debió ser el
cansancio o el traqueteo de la formación. No lo sé. Pero a la altura de Lanús
me dormí profundamente. Desperté cuando una voz anunció el arribo a Glew (lo
pronunció Glú), pero algo raro había sucedido. Algo que no podía explicar. Ni
el vagón ni la formación era al que me había subido en Constitución. Estaba en
el interior de un vagón de madera. ¿En qué momento cambiamos de tren?, pensé. Cuando
descendí, mi sorpresa fue mayúscula. El edificio de la estación también era de
madera (bah, era una sencilla casucha con la forma típica de las antiguas
estaciones ferroviarias que en fotos había visto). Los andenes eran bajo y la
gente los cruzaba con total normalidad. Estuve unos segundos detenidos
observando la escena. Caminé algo aturdido. Hice unos metros y me percaté que todo
–o casi todo- a mi alrededor era campo. El pitido de la locomotora a vapor me
sobresaltó. El tren retomaba la marcha hacia San Vicente.
No atiné a decir
palabra. Las pocas personas que descendieron conmigo habían desaparecido más
allá de la calle. El viejo reloj de la
estación marcaba las tres y media de la tarde. Nadie caminaba por la calle. A
través de una de las ventanas de la oficina de quién era el jefe de estación
alcancé a ver un almanaque. La fecha casi me produce nauseas: 3 de abril de
1928. Una brisa fría me recordó que no tenía abrigo para ese día de otoño.
Salí hacia el
exterior (salir era una manera de decir), y lo primero que pude observar fue la
cúpula de la Capilla Santa Ana; hacia allí me dirigí. En esa dirección tenía
que ir, según las indicaciones que me había brindado la sobrina de Oscar
Casado, la persona a la que yo tenía que ir a ver en el presente. Ahora estaba
en el pasado, no sé si un pasado real o de ensueño. Pero yo lo vivía tan real
como es el presente.
Unas pocas construcciones
se levantaban sobre la calle junto a la estación. Viejas edificaciones que en
el siglo XXI ya no existen… o no lucen así. Como esa casa de dos plantas, en la
ochava de enfrente, tan características de Glew. Los pocos comercios estaban
cerrados. La hora de la siesta era sagrada en todo pueblo, recordé. Y Glew era
eso. Un pequeño pueblo junto a una vieja estación.
Caminé en dirección a la iglesia. Sus puertas estaban
abiertas, no resistí la tentación de ingresar. Estaba vacía, como vacía estaban
sus blancas paredes. Faltaban cuarenta años para que el maestro Raúl Soldi realizará
su extraordinaria obra. Saqué el papel donde había anotado los datos, según las
indicaciones, tenía que seguir dos cuadras desde la capilla.
Fue pasar la
construcción de la iglesia y la vi. Aquella era la casa, sin dudas, la vieja
casa haciendo esquina, como escribió Piñeda Yañez en el artículo. La calle era de tierra, me acerqué lentamente.
De la arboleda cercana llegaban el canto de los pájaros. Más allá podía ver
vacas pastando y el humo de la locomotora que se perdía en el horizonte sur. La casa tenía paredes de ladrillos grandes,
revocada de manera rustica. Ventanales que nacían desde el piso. En un costado,
un rudimentario portón de madera que más parecía una pequeña tranquera. Me
acerqué a este. Golpeé las manos. Una, dos veces. Percibí un ladrido de un
perro, que no se acercó. Escuché una voz que gritó: - ¡Pase!-
Atravesé el portón
tranquera y caminé por el costado de la vivienda. Llegué a un patio, distinguí
un viejo aljibe. Las gallinas caminaban a su alrededor, picoteando la tierra.
En el patio, bajo la sombra de una parra una anciana se mecía sobre una silla
de mimbre. Supe que era ella.
Tenía sus ojos
cerrados y los abrió cuando me aproximé. Respiraba cansada. Los años parece pesarle.
Mueve sus labios hacia arriba imperceptiblemente, se me antoja que era una
mueca de sonrisa:
-Lo estaba esperando…tome asiento- me dijo.
Me senté en un
banco de madera junto una mesa de igual material. En silencio. No podía emitir
palabra, creo que solo le devolví la sonrisa.
Cerró los ojos
nuevamente. El movimiento de la silla mecedora y la cadencia de su respiración parece
transportarla al mundo de los recuerdos, como un sortilegio, un puente primitivo.
-
¿Sabe?, cuando cierro los ojos las imágenes
vienen a mi memoria. Primero son borrosas, luego se van aclarando. Me veo niña,
en la gran casona de Palermo, jugando con Antuca, Ángela y Ermilio. Son
momentos alegres, mi madre… pobrecita, que Dios la tenga en la gloria, está abocada
a las tareas de la casa, entre tantas otras mujeres que hacen lo mismo. El
viejo está en su escritorio atareado en sus cosas; no lo vemos, pero lo sabemos.
Vemos entrar y salir de ese cuarto a personas vestidas con ropas elegantes, y
también a soldados con los uniformes rojos punzó-
Me miró como esperando preguntas. Yo seguía mudo.
- - Ay, ay, ay…pensar que en Palermo
como en Santos Lugares estábamos bien atendidos, mis hermanos y yo. Las criadas
nos peinaban y mi madre nos ponía vestidos de buena tela. Todos, allí, sabían
quiénes éramos; lo sabían…, pero tenían prohibido decirlo. ¡Y míreme ahora,
vestida con ropas simples, y con un peinado que madre mía! Pero tengo que agradecerle a mi hija
Bernabela que me cuida y me da todo lo poco que hoy tengo. No me falta nada, ¡eh!,
pero ciertamente no hemos tenido nada de nada luego de que el viejo se fuera al
exilio. ¡Qué miseria pasamos junto a mi madre! Ella recibió, tiempo después, lo
que su padre, mi abuelo, le había dejado como legado. Una casucha en el barrio
de la Concepción. Pero tuvo que esperar que Rosas haga su testamento, después
de eso se la dieron. A ella y a su hermano. Mi tío. Pero el muy taimado de mi tío se la terminó
quitando. Antuca fue la única que más o menos se acomodó, con su marido. El
resto estuvimos de aquí para allá pasando muchas necesidades, lavando y
cociendo para otra gente-
- ¿Por
qué Rosas no los reconoció? - me animé a preguntarle.
- ¿Habla el señor?, pensé que era mudo - me dijo haciendo la misma mueca
que yo atribuyo a una sonrisa. Y continúo: - El viejo tenía la presión de mi media hermana, Manuelita. Ella no
quería saber nada con que nos reconociera. Para ella nosotros éramos los hijos
de una mujer que estuvo con su padre solo para acompañarlo en la soledad. Ella
igual se divertía con nosotros, eh!. Se divertía de lo lindo, cuando vivíamos
en Palermo. Nos mandaba a llamar para que la peináramos y esas cosas. Pero
éramos solo eso: hijos de una extraña, de una sirvienta que atendía a su padre,
nada más. Y para el viejo, Manuelita era su debilidad. Ella lo terminó acompañando
al exilio, junto al que después fue su esposo, Terrero. Cuando ella le anunció
que se casaba, el viejo le quitó la palabra durante mucho tiempo, porque se
sintió que lo abandonaba en la vejez. Y así era el viejo, él también había quedado
ofendido con mi madre porque ella no quiso acompañarlo. Se lo reprochó hasta en
las cartas que intercambiaron después. Y en las que también yo escribía. Por
suerte, Antuca, Ángela, Ermilio y servidora llegamos a tener cierta educación
en Palermo. ¿Sabe?. Mis hermanos más chicos, no. Ellos no llegaron a disfrutar
lo que nosotros vivimos junto a nuestro padre. Ellos fueron analfabetos,
pobrecitos. Pero él se fue, y quería que mi madre la acompañara solo con Angelita
y Ermilio. Mi madre se negó. Y así pagó lo que él llamó “ingratitud”. Pero,
¿sabe?, a mí no me importó y me cambié el apellido de Castro por Rosas. Todos
mis hermanos, menos Antuca que ya tenía el de Sotelo Costa…ella, para que
mentir, también era hija. Nos lo confesó mi madre. Y
en 1886, cuando mi hermano Adrián y yo vivíamos en Lomas de Zamora, conocimos
al Dr. Rafael Calzada, un abogado español. Lo visité en su estudio. Y
terminamos iniciándole un juicio a Manuelita y Juan Bautista, reclamando que
nos reconocieran como hijos de Rosas, como lo que éramos, y también reclamamos
cobrar parte de su herencia. El juicio fue noticia en los diarios de la época.
Pero la justicia dijo que mi padre no tenía bienes en el país ya que se le
había confiscado todo, luego de derrocado. Y si algo dejó en Inglaterra,
teníamos que iniciar el juicio allá. Imagínese, no tuve ni la plata ni las
ganas para seguirlo. Y se acabó la historia. Dejamos también de intercambiar
cartas con Manuela. Ya no queríamos saber nada de ella-.
Un
fuerte viento se levantó y una puerta detrás de mí se cerró con fuerza,
haciendo un ruido que me sobresaltó. Distraje la mirada para buscar la fuente
del impacto. Volví a girar la cabeza hacia Nicanora, pero solo me encontré con
una mecedora vetusta y vacía. Las hojas del piso se levantaron por el mismo
viento. El suelo ya no era de tierra sino de baldosas. El patio parecía haber
cambiado, no demasiado, pero si lo suficiente para darme cuenta que, si bien
estaba yo sentado en el mismo lugar, la casa ya no era la misma. No, al menos,
como lo era mientras hablaba con Misia Nicanora.
La
voz de un hombre me hizo levantar la vista.
- -Mire -me dijo Oscar Casado- acá está todo el material que yo conservo
de la historia familiar. No es mucho-
Y a continuación me lo extendió. Lo tomé en mis manos, abrí
el folio y saqué los recortes. Uno de ellos era una necrológica, sobre la
muerte de Nicanora, publicada en un diario de la época. No tenía nombre de la publicación
ni fecha.
- - No sabemos ni cuándo ni dónde murió
mi bisabuela-
dijo Oscar.
S Sopesé el material que tenía en mis manos. Leí: Nicanora
Ortíz de Rozas. Ya no Castro, ni Rosas a secas. Ella fue enterrada con ese
apellido compuesto. Le pertenecía. Sonreí. Lo miré a Oscar y le prometí que iba
a investigar para darle respuestas.
Desde entonces, la historia de Nicanora en Glew, no me
abandonó jamás.
Juan Pablo
Gómez
Fuentes:
Piñez Yáñez,
Rafael en Diario Crítica. Articulo.
Edición del 21/01/1928
Piñeda
Yáñez, Rafael. “Como fue la vida amorosa
de Rosas”. Ed. Plus Ultra. 1972
Gálvez Manuel. Vida de Don Juan Manuel de Rosas. Editorial
Tor, 3ra edición, 1949
Sáenz Quesada, María.
Mujeres de Rosas. 2005. Emecé.
Gómez Juan Pablo. Descendientes de Rosas en la región Lomas
de Zamora y Alte. Brown La historia de Nicanora Rosas de Galíndez en Glew,
y su descendencia. 2018.Trabajo inédito.
Mi agradecimiento a Oscar Casado y familia.