martes, 18 de febrero de 2025

Veracruz 2477. Valentín Alsina

( A la memoria de C. M.)


   Esta dirección, en la ciudad de Valentin Alsina fue durante, al menos veinte años, un lugar muy especial. Claudio Miszka lo era. 

Fuente: Google Maps

   Así como en el mundo de la música, la cultura, la literatura, etc, hay lugares emblemátcos, que hicieron historia, este, en Valentin Alsina, forma parte de la historia de un puñado de personas interesadas en la Ovnilogía (o Ufología). Y, de alguna manera, de la Ovnilogía vernácula.

  Veracruz 2477 era el domicilio de Claudio. La sede del CEFU (Centro de Estudios de Fenómenos Ufológicos), grupo fundado por Miszka y Carlos Ferguson en 1985.

  Era un departamento interno, típicos de aquellas casas construidas por inmigrantes, donde Claudio había hecho su espacio, en el que contaba con una biblioteca nutrida por demás interesante. 

  Los abuelos de Miszka, tanto paternos como maternos (e incluso su madre, Nina) habían llegado de Ucrania cuando era territorio polaco. Su madre llegó a los tres años*

  A Veracruz 2477 fui por primera vez  en marzo o abril de 1993, después que Carlos Ferguson me sugiriera contactar a Claudio, cuando ingresé a la Red Argentina de Ovnilogía (RAO), ese mismo año. 

 Yo llegaba a su casa al atardecer, luego de la oficina, y con Claudio nos quedábamos charlando sobre ovnis hasta la madrugada. Ese año en  que lo conocí, la ciudad Victoria (Entre Rios) seguía latente con las apariciones de luces extrañas (la oleada ae había desatado en 1991). Y Claudio había estado casi un mes  investigando. Mucho material trajo consigo y luego escribió un pequeño monográfico que fue suplemento especial en una revista en la que participábamos (se llamaba "Alternativas").

  
Foto: Archivo personal del autor


   Claudio era de contextura grande, ojos pequeños y sonrisa franca; diría que su bondad era proporcional a su físico. Fue una de las personas más buenas que conocí. Honesto y generoso. Él no tenía conflictos con nadie del ambiente. No ponía -ni mucho menos imponía- sus ideas que tenía del tema, por sobre las relaciones humanas. Todos lo apreciaban. 

   Trabajaba junto a su padre, Demetrio, y a su hermano, Hugo,  en un despacho de pizzas. El local estaba sobre la avenida Juan B. Justo al 5200, La Paternal (otro lugar de encuentro, pero más ocasional dada la actividad laboral). Tenía un solo día franco, ese era el día que nos reuníamos. 

   Por eso también muchos recordarán no solo las apasionantes charlas en su casa, sino también las sabrosas pizzas que preparaba y compartía con sus invitados. Y yo recuerdo, también, sus mates saborizados con unas gotitas de limón que exprimía sobre la yerba. Hoy mis mates son con yerba ya saborizada a limón.

   Aquí, en esta dirección, en la casa de Claudio, en este refugio ufológico, sucedieron muchos y muy buenos encuentros. Nacieron y se desarrollaron  proyectos. Pasaron muchos interesados,  investigadores e investigadoras. Y todos, me arriesgo a decir, se llevaron muy  gratos recuerdos. 

  

El autor, de jóven, con C.M.  c1993. 
Foto: Alberto Brunetti.

   Ya les iré contando...

*Agradezco a Leandro Miszka, sobrino de Claudio, por aclararme algunos datos de su familia.





miércoles, 22 de enero de 2025

La cerradura

   El hombre, ya mayor, trabajaba con parsimonia sobre la cerradura. No tenía apuro. Perforaba con el taladro a la vez que recordaba y me contaba.

 "Yo nací en Colombia, Bogotá. Mi padre era marino mercante así que estaba mucho tiempo afuera. Con una mujer en cada puerto. Cuando regresaba era un desastre. Tomaba, golpeaba a mi madre y a nosotros, sus hijos. Era un infierno".

  Alumbrándose con linterna del celular, trataba de introducir la punta del destornillador en el agujero recién hecho, para destrabar el pestillo. Todos sus movimientos eran lentos. Uno, dos intentos y nada. El ruido del taladro volvía a escucharse en el patio. 

  Enrique es delgado, tiene la piel trigueña, pero tirando a morena. Ya pasó los setenta, y su cuerpo está algo encorvado. Su pelo es blanco, la barba también. Me mira con sus ojos claros cuando habla...y cuenta.

"Cuando mi madre estaba embarazada del hermano que me seguiría, mi padre le dio tal golpiza que el bebé nació muerto, y con parte de su cabecita aplastada por la fuerte patada que mi papá le dio en su vientre, aquella vez". 

  Insiste con el taladro. Hace otro orificio en el metal. La cerradura, aunque económica y añejada, no quiere ceder. Enrique no pierde la paciencia. 

"De siete hijos, quedamos cinco. Criados por una madre que no podía más, y con un padre ausente y violento que apenas le dejaba a mi madre unos pocos billetes que no alcanzaba para criarnos. Y entonces ella, pobrecita, enloqueció. La internaron en un loquero y quedamos al cuidado de mis abuelos maternos. Yo tenía tres años".

  Hacemos fuerza entre los dos, yo con un destornillador hago palanca sobre el pasador. Él, con otro hace lo mismo, pero del otro lado de la reja. Cede, se afloja y logramos abrir la puerta. Le sonrío. Estoy sudando por el calor y el esfuerzo. A él no le cae ni una gota de transpiración. 

"Nos tuvieron poco tiempo. No podían. A mí me mandaron a un hogar de niños. Nos separaron a todos los hermanos. Cada uno por su lado. Primero estuve en un hogar luego, de más grande, de pupilo en una escuela de curas. Salía dos veces al año. Pero yo estaba solo, aun teniendo los parientes". 

  Me dio a entender que sufrió de todo durante su internación, incluyendo castigos físicos. No quise ahondar. 

  Salimos a comprar la cerradura. Subimos a su auto. Arrancó y tomamos por la avenida.

¿Y cómo siguió? Me miró, miró hacia adelante y continuó. 

"No llegué a terminar el bachiller. Yo ya estaba viviendo nuevamente con mis abuelos maternos. Eran desconocidos para mí. Y todo lo reprimido que estuve en mi niñez, que transcurrió en la más absoluta soledad, sin una caricia, sin saber lo que era un abrazo de madre, de un padre, se transformó en locura: joda, alcohol, mujeres.... Yo estaba perdido. Me sentía sin proyectos, sin nada. Y comencé a pensar en suicidarme". 

  Miro hacia afuera. Veo que faltan unas cuadras para detenernos, los dos semáforos me darán algo más de tiempo para ahondar. 

"Estaba decidido a matarme. Una tarde subí hasta un tercer piso, abrí una ventana y solo tenía que saltar. Me puse de rodillas implorando que si estaba Dios conmigo me diera una señal, algo. Me levanté y al acercarme al ventanal mi cuerpo comenzó a temblar. No podía controlarlo. Me dije, Enrique, no es el día. Y lo cerré".

  Llegamos al negocio. Descendimos del vehículo. Saludamos, y le mostré la cerradura al vendedor.  El joven fue quién me había recomendado a Enrique, por su honestidad. Y yo no lo dudé, le escribí. Y ahí estábamos, dispuestos a terminar el trámite y yo a escuchar la última parte de su historia. 

  Ya arriba del auto lo miré a Enrique y le pregunté ¿Y cómo siguió su vida? 

"Bueno. Yo continué con la vida que llevaba, pero un día me cansé. No tenía a nadie, todo era joda. Y entonces sólo en mi habitación agarré un libro del que tanto me habían hablado de niño los curas: la Biblia. Y cuando comencé a leerla, sentí que algo se desprendía de mi cuerpo, una carga. Quedé liviano. Y así fui sanando, aunque igual me costó mucho tiempo. Y caí un par de veces más en las tentaciones, pero con la ayuda del Señor, reconociendo mis errores, pude seguir adelante".

  ¿Y a la Argentina cuando vino?

"Allá yo concurría a una iglesia. Y una vez vino un pastor argentino. En su gr upo conocí a la que luego fue mi señora, cincuenta años atrás. Y me vine con ellos". 

   Otros cuantos minutos le llevó colocar la cerradura. Había que pasarle la amoladora al hierro, para que encastre en la caja metálica. Se colocó unas antiparras. Y entre esas chispas anaranjadas que desaparecen apenas surgen del roce del disco con el metal, Enrique concluyó: "Dios me salvó".  

    Lo imaginé a Enrique parado en un templo repitiendo: el Señor me salvó. Lo imaginé ofreciendo su testimonio en la plaza frente a la estación con un micrófono en su mano y la Biblia en la otra. Esas escenas vinieron a mi mente, reconstruidas de tanto verlas a diario. No pongo en duda todo lo que él me contó, de lo que padeció en su niñez. No soy quién para hacerlo. Después de todo se trata de creencias. La de su historia, la de Enrique, la Biblia y Dios. 

   Al terminar y antes de irse me extendió un folleto. Lo miré y leí por encima una pregunta que tenía por título ¿Cómo somos? Intuí lo demás. Insistió en que anotara "El Encuentro" y la dirección. Doblé el papel y lo guardé en el bolsillo del pantalón. Se lo agradecí. Antes de subir al coche, Enrique me volvió a invitar a la iglesia a la que concurre. Nos despedimos. Bendiciones, me dijo. Igual para usted. 

    Por ahí dejé el folleto. No quise tirarlo. No quise preguntarle a Enrique a cuál de las muchas ramas religiosas pertenece. Son variados los caminos para llegar a Dios, como variadas las interpretaciones. 

   No creo que Enrique me vea entre la concurrencia. Yo creo que Dios está en todos lados, si hasta pudo habernos espiado por el ojo de la cerradura. 

JPG – 01/2025

jueves, 12 de diciembre de 2024

El viaje II

   Hoy subí en uno de los puentes del acceso. Lili me deja de camino a su trabajo. "El de Gorriti", así le llaman.  El oeste se ha vuelto frecuente para mi. Jamás pensé que iba a conocer la zona oeste, confieso. Para un sureño, como yo, eran tierras lejanas. De paso ocasional, quizás, en camino hacías otros lares. Pero el amor sorprende en los lugares menos esperado. 

Este punto donde me bajo es Gral. Rodríguez., pero si cruzara el puente pasaría a estar en Moreno. Esas cosas que tienen las calles divisoria entre partidos. 

Acá me tomo un 57, "la lujanera", hasta Palermo.  Son 60 km de viaje.  Me tomo servicios qué vienen de Luján (85 km) Mercedes (110 km) y también Navarro (126 km). Alguno van a Once pasando primero por Constitución (Acceso Oeste, Autopista P. Moreno y 25 de mayo)  y otros, como este, a Palermo.  Por acceso Oeste, Autopista del Buen Ayre, Acceso Norte y Cabildo, hasta Plaza Italia, donde hoy me bajo. Y la alternativa al colectivo es el tren, el histórico Ferrocarril del Oeste, "el Sarmiento". 

De una u otra manera tengo un viaje de una hora y media (a veces dos), minutos más, minutos menos; siempre dependiendo de la carga vehicular de los accesos, en la hora pico. Ja!, ya parezco el del noticiero qué informa el estado del tránsito. Espero que valores toda la data que te estoy dando. 

Y es que con tanto tiempo de viaje si no leo o escribo me aburro. Dormir es una opción, claro. Extender las horas del sueño matinal no es mala. A veces lo aplico, pero tengo que estar muy cansado para dormirme.  Prefiero otras opciones y esta, que estas leyendo, es una. Lo lamento.

Si hubiera una recompensa de "millas acumuladas" en transporte público, como esa de la tarjeta de crédito, ya hubiera dado varias veces la vuelta al mundo. 

A esta altura de la escritura voy por la mitad de viaje. 

Estoy sentado del lado del pasillo. Pero por la ventanilla no hay nada muy interesante para ver. Se sucede el mismo paisaje: autopista, tráfico y conurbano. A veces entristece ver tanta pobreza a cada lado del camino. Uno cae en la cuenta que los gobiernos pasan y la pobreza queda, se extiende. 

La mujer que está a un asiento, pasillo de por medio,  no se si durrme o esta muerta, porque tiene la cara tapada por una tela negra. Parece un trozo de cortina porque tiene las argollas a la vista. Bueno, habrá sido el primer retazo de tela oscura que encontró antes de salir, supongo. Desde que subí está en la misma posición.

La pasajera que está a mi lado también duerme como varios de los que viajan más atrás. Es que parece que el sector "dormitorio" es la parte de atrás del micro. Hay excepciones, obvio. Pero acá en el fondo predomina el sueño. 

¿Estará viva?

El aire acondicionado del coche se hace sentir. Estoy de manga corta. Y con "piel de gallina" en los brazos; en cualquier momento arranco la cortina de la ventanilla y me tapo. 

Escribo para pasar el tiempo y creo que, también, para no tener frío. Afuera hace veintisiete grados y un solazo.  Acá, adentro, unos quince.

Ya por Av. Cabildo.

Vive, si. No llamen al SAME. 

Se acaba de despertar.

Y se sacó la tela del rostro. La guardó como avergonzada. 

Y se levanta porque tiene que bajarse. 

A mi me queda un poco más de viaje. Pero no mucho. Ya estoy cerca.

Otro día más. 

Gracias por acompañarme. 

Si leíste hasta acá es porque nada importante tenías que hacer. O estas viajando como yo. 


JPG.

sábado, 7 de diciembre de 2024

El viaje.

 


Cierro la cortina para no dejar entrar el sol. Al apoyar el brazo, la siento "rústica", digamos; pienso en sudores y tierra absorbida por la tela. Me da escozor. Al tacto, se parece más a una lona que a una tela. Igual la dejo cerrada; el sol pegándome en la cara, en este momento, me fastidia más. Tengo sueño y no puedo dormirme.

Estoy en un colectivo de media distancia, que a veces se hace de larga cuando el acceso está pesado, como hoy. Es un colectivo largo, doble, con "fuelle" en el medio. Y pienso en un bandoneón y en su hermano, el acordeón. Este no hace música.

"Prohibido apoyarse sobre el fuelle" me pareció que decía un cartel, pero nadie hace caso. Busco con la mirada, desde mi asiento, el cartel. No lo veo. ¿Era aquí o en el tren donde lo decía?

Estoy sentado mirando hacia atrás, pegado al fuelle, y pienso que estos coches dobles aparecieron en una época, pero luego quedaron transitando pocas unidades. Gusanos del asfalto. Hay que saber calcular muy bien al momento de girar esta carcasa larga. Los chóferes tienen cancha y, menos mal, que no tienen sueño. A mí, a cierta hora, me da sueño al manejar. Con lo que me gusta viajar por la ruta, lo siento como un castigo.

A mi papá le pasaba lo mismo. Se dormía manejando. Recuerdo cómo protestábamos con mis hermanos porque se detenía a dormitar en la ruta, en un viaje a la costa. El karma o la herencia.

El interior está lleno, digo, el del colectivo. El del país no tanto. El tránsito está pesado, parado; el país también. Y escribo para distraerme porque tengo sueño para leer. Miro a la gente. La chica sentada en el piso lee un apunte. Estudia medicina, parece. Cuento: unos diez escuchan algo con auriculares. Gracias por usarlos. A veces hay que soportar al que se cree disc jockey y piensa que puede musicalizar el interior del transporte con su música. Tuve que googlear cómo se escribe, confieso; tengo poca cultura de boliche. Insoportables esos que escuchan música con el celu a todo volumen.

Esta mañana, en el noticiero, contaban que un chófer, no sé dónde, se agarró a las piñas con dos porque escuchaban la música fuerte. En el colectivo hay más reglas, parece, pero el tren es más "anarquista". La voz cantante la llevan los vendedores. Nadie más lee.

Otros diez, al menos a mi vista, la mitad del colectivo, se distraen con el celular. Somos once, porque escribo en este. Y algunos miran la nada. ¿En qué pensarán? Quién puede, dormita.

Salimos del tráfico en el peaje; ahora el colectivo va por el carril exclusivo de la autopista. Un alivio. Veo desde mi ventanilla a los autos trabados, unos con otros, a paso lento. El castigo de viajar en auto a Capital. El ómnibus avanza ligero. De una u otra forma, la ciudad nos castiga; somos los que osamos atravesar sus límites todos los días.

Antes de terminar de escribir, ya estoy en Constitución. Tengo que bajar. Me espera el subte. Ahí sí no se puede viajar en el fuelle, pero algunos tienen alma de aventureros.

Jpg

jueves, 17 de octubre de 2024

Una de las historias de la "Colimba": El sargento López

     Yo lo recuerdo violento.  

      Violento, sí. Y borracho.    

     No sé cómo había alcanzado su rango. Supongo que alguna vez sintió el deseo de ser. O, quizás, era lo único que podía llegar a ser. No eran demasiados los requisitos que pedía el Ejercito. No había que tener demasiadas “luces” para integrar sus filas. 

     Alguna vez, hace tiempo, enviaban a formar entre sus filas a los "vagos y mal entretenidos". En algún fortín alejado, le facilitaban un fusil y así, nada más, estaban listos para combatir. No había entre estos ni educación ni vocación, claro. Y los había de toda calaña. Bien podía estar en sus filas un "Yacaré", como ese personaje que describe “Fray Mocho” en su libro “Viaje al país de los matreros”. Y estuvieron, sí. Más acá en el tiempo, también. En definitiva, no les otorgan las medallas por el saber sino por la cantidad de enemigos que se “cargan”. Antes era así. Poco cambió después.

      El sargento López era delgado, pero no fornido. Morocho, de ojos chiquitos. Y labios algo finos. Tenía la piel de su cara que parecía "marcada por la viruela", al menos así solía decir mi madre. A mí siempre se me antojó comparar esas marcas con las que tenían las galletitas "Imperiales" en la parte de atrás. Quizás no eran "Imperiales" las que yo comía de chico, sino alguna parecida. Da igual. La perfección del frente que mostraba la galleta, se perdía en su parte de atrás, en su cara oculta. De ese lado, no eran de un liso perfecto. Así, era el rostro de aquel sargento. 

     El "negro López", así le decían los “colimbas” que se iban de baja. Así, también, le empezamos a decir los que nos habíamos quedado. El negro López no daba órdenes a los gritos, como los otros milicos. No. Él las decía en voz baja. Las gritaba en susurros, con una mueca en sus labios que podía parecer una incipiente sonrisa, pero era de pura ironía, con la que disimulaba el desprecio. También yo podía percibirlo en su mirada: detrás de esos ojos chiquitos –y, a veces, “achinados”- se parapetaba el resentimiento.

     Él estaba convencido que iríamos a una pronta guerra con Chile. Era el año 1991. Creo que era porque la deseaba. No cabía dudas que aborrecía a los chilenos. Y a los policías. Los milicos odian a los policías. 

      Tiempo después de hacer la instrucción y ya siendo soldado (uno lo era después del juramento a la bandera, antes de eso era un “recluta” o, simplemente, un “tagarna*”) me había tocado hacer guardia en el puesto “Spinassi” (ni idea por qué el nombre), ubicado en los fondos del cuartel. A cargo de nuestro grupo estaba, en esa oportunidad, el sargento López. Era un fin de semana. 

      Al mediodía nos había dejado encender fuego para hacer algo a la parrilla. Un soldado compró unos chorizos en la carnicería que había en el barrio frente al regimiento, pero no salió por la entrada principal sino por un agujero del alambrado que había en la parte de atrás del cuartel. El sargento lo había autorizado, pero el permiso no era un gesto de bondad sino de interés. Lo comprobé después cuando lo vi volver a García con la bolsa de chorizos en una mano y con dos cajas de vino en la otra. Tinto los vinos. Los chorizos fueron para nosotros, los vinos para el sargento.

      Por la tarde, después de beberse él solo el contenido de una de las cajas, el sargento acercó la silla a la sombra del eucalipto más cercano y ahí se sentó con el fusil sobre sus piernas. Ya mostraba los primeros efectos de la bebida. Se le notaba en el andar, y en el tufo rancio que emanaba de su boca cuando hablaba. 

      Durante el almuerzo el grupo había estado hablando de distintos temas. El milico siempre se vanagloriaba de su actuación en el ataque que había sufrido, alguna vez, el cuartel por parte de un grupo de guerrilleros. Los atacantes no pudieron salir porque fueron inmediatamente cercados por la policía. El sargento despreciaba a la policía, ya lo dije. Para él, eran cucarachas, milicos frustrados. Yo lo miré y le dije: 

- Pero, mi sargento, fue gracias a la policía que los atacantes no salieron del cuartel- y agregué - por tanto, se lo tienen que agradecer a ellos-.

       López me miró con esos ojos chiquitos, ahora brillosos, y con esa sonrisa que yo ya conocía. No me respondió. El tema de la charla giró para otras cuestiones.   

      A la misma sombra nos habíamos acercado los tres soldados que estábamos en turno de descanso. En un momento, el sargento levantó su fusil y como en un ejercicio de tiro, gatilló dos veces. Las balas del FAL pegaron en la rama de un árbol cercano. Las detonaciones acallaron el canto de los pájaros. López sonrió. Luego me miró. 

        -Soldado- me dijo -vaya a colocar esa lata arriba del palo aquel- y señaló el poste del cerco que separaba el cuartel del camino que conducía a un gran basural en terrenos linderos, a unos treinta metros de donde estábamos. 

         Lo miré. 

         Hizo un gesto con su cabeza, ratificando el pedido. 

         Levanté la lata y fui. 

         Mientras caminaba dándole la espalda escuchaba las risas de mis compañeros. El sargento decía algo y ellos se reían. A medio camino giré mi cabeza y vi a López apuntándome con el fusil. Desde ahí me gritó: 

         - ¡A ver soldado lo que aprendió! –

          No lo dudé, me tiré cuerpo a tierra. 

          Había empezado a sudar frío. Desde el suelo lo miraba entre los pastos. Seguía apuntándome. Comencé a sentir como la tela de la camisa verde, mojada por mi propio sudor, se adhería a mi piel, y ya eran numerosas las gotas que habían comenzado a discurrir por mi cara y cuello.  

           Desde ahí, de donde yo estaba, si bien no veía detalles del rostro del sargento, podía imaginar la mueca de sonrisa en sus labios finos, apretados. 

          - ¡Levántese, soldado, y corra! - oí su voz pastosa

           Me quedé acostado. 

        - ¡Levántese soldado y corra! ¡Es una orden! - gritó.

          En ese momento sentí miedo. Si era un simulacro o no, yo no lo podía saber. Como no podía saber si su estado lo llevaría a apretar el gatillo. Accidental o no, sería mi vida la que terminaría. De pronto, no puedo explicarlo, el miedo se me despegó del cuerpo y entonces me puse de pie, pero no corrí. No acaté la orden de correr. No lo iba a hacer. Comencé a caminar hacia donde él estaba, sin dejar de mirarlo. Caminé. Las risas se acallaron.  El silencio duró lo que tardé en recorrer los últimos metros.  

          López bajó el fusil, sonriendo. Yo pasé a su lado, sin detenerme, en dirección al interior del modesto edificio del puesto Spinassi.

         Cuando a la madrugada me tocó el turno de dormir un par de horas, me fui a acostar a una de las camas. Pasé frente a la puerta del cuarto donde el suboficial tenía un escritorio, lo vi al sargento sentado, y con su cabeza boca abajo, apoyada sobre sus brazos, que estaban cruzados sobre la mesa. Vi el vaso vacío y la segunda caja de vino abierta sobre el escritorio. Otra vez percibí el olor ácido. El sargento dormía. Me acosté sobre lo que alguna vez había sido un colchón y ahora era solo un pedazo de goma espuma. Dejé mi fusil bien cerca. El fusil es su novia, decían.  El cansancio que cargaba me cerró los ojos. Un rato después, a contra luz vi la figura de un hombre en la puerta de entrada, la silueta estaba de perfil, miraba hacia la oficina donde el sargento dormía, borracho, junto a la caja de vino. Tardé unos segundos en darme cuenta que la figura era la del oficial que hacía el rondín, controlando los puestos. Miraba la escena que ofrecía su subalterno. No dijo nada. Se dio media vuelta. y salió de la habitación. Desde mi cama lo vi alejarse mientras se acomodaba el casco y el fusil sobre sus espaldas.

*En el lenguaje cuartelero “tagarna” es sinónimo de torpe, inútil.

Nota: "Co.Lim.Ba". En Argentina, con este   se llamó popularmente al "Servicio Militar Obligatorio", abrevia tres palabras: Corre, limpia, barre. Se suponía que el S.M.O. tenía por objeto enseñar a los varones, al cumplir los dieciocho años, entrenamiento militar y el uso de armas de fuego, para que ante cualquier conflicto bélico los hombres (o buena parte de ellos) fueran soldados de reserva. Sin embargo  con los años, el S.M.O se fue usando para adoctrinar a los jóvenes con los "valores morales" que tenían los militares. Dónde la "obediencia" no se discutía y debía prevalecer frente al sentido común. Dónde "el soldado no piensa, sino ejecuta" y un sinfín de sin razones. 

 A mí criterio, los buenos valores los llevábamos desde afuera;  inculcados por nuestras familias y la escuela. Estos, sin embargo, pretendían ser cambiados apenas ingresados a un cuartel. 

 Hice el SMO en el Regimiento de Infantería Mecanizada Nro. 3 "Gral Belgrano" con asiento en La Tablada entre 1991 y 1992. Tres años después  del ataque que sufrió el lugar (enero de 1989) por parte de un grupo guerrillero. 

Juan Pablo Gómez

viernes, 11 de octubre de 2024

Ángela Pradelli. Nueva integrante de la Academia Argentina de Letras.


Foto: Martina Bertolini

Ángela Pradelli, profesora en Letras -con un pasado docente en escuelas secundarias y muy recordada por sus ex alumnos por su compromiso y dedicación- es una destacada escritora nacida en Alte. Brown. Autora de obras que van del ensayo a lo testimonial y de la poesía a la novela. Y en todas es reconocida a nivel nacional e internacional.

Honorífica mención

 El pasado 26 de septiembre, Pradelli, fue nombrada Miembro de Número de la Academia Argentina de Letras.  Se la designó en la reunión plenaria Nro. 1546, de la prestigiosa Corporación, y ocupa el sillón Nro. 19 Calixto Oyuela. 

  En un posteo de hoy, 11 de octubre, en su redes sociales, Pradelli, escribió: 

"Ayer fue mi primer día en la Academia Argentina de Letras. Muchas gracias a los académicos por la votación de septiembre y por el recibimiento tan cálido y amable en mi primera sesión. Fue como llegar a un encuentro de amigos que te quieren y se alegran de verte. Me toca el Sillón N19 "Calixto Oyuela", que ocupó anteriormente Luis Chitarroni. Muy contenta".
 Un orgullo para la literatura browniana y un más que merecido reconocimiento a su talento y delicada prosa.

 ¡Felicitaciones Ángela!. 

 Obras de Ángela Pradelli
 "Amigas Mías" (Premio Emecé 2002); "Turdera" (Emecé 2003); "El lugar del padre" (Premio Clarín de Novela, Alfaguara 2004); "Libro de Lectura. Crónicas de una docente argentina" (Emecé 2006), "Combi" (Emecé 2008), "La búsqueda del lenguaje" (Paidós, 2011); "El sentido de la lectura" (Paidós, 2013); "En mi nombre. Historias de identidades restituidas" (Ed. Paidós, 2014); "El sol detrás del limonero" (Ed. El Bien del Sauce, 2016)"; "La respiración violenta del mundo ( Emecé, 2018); "La Poética de la Seda" (Ediciones del Dock, 2019) y "Dos Soldados" (Emecé, 2022). Ha publicado cuentos, relatos y poesías en distintas antologías. Está  por publicar un libro sobre Haroldo Conti. 


Vive en los sutiles límites de Adrogue y Turdera. Es madre de dos hijos y abuela de León.

Juan Pablo Gómez

lunes, 30 de septiembre de 2024

“Canora, la olvidada hija de Rosas”. Una crónica imposible.

   Advertencia: Esta crónica incluye ficción (por eso lo de "una crónica imposible"), sin embargo, la historia de Nicanora Ortíz de Rozas como hija de Eugenia Castro con Juan M. de Rosas es cierta. Investigué mucho esta historia y próximamente publicaré el resultado de mi investigación) 

   

Foto Diario Crítica. 21 de Enero de 1928

    El día amaneció nublado, gris. Tenía que realizar una investigación sobre una antigua propiedad del partido de Alte. Brown, más precisamente de Burzaco. Aprovechando que era sábado y no tenía nada importante planeado, decidí viajar, luego de desayunar, hasta la hemeroteca de la Biblioteca Nacional.

   Llegué al edificio proyectado por un equipo de arquitectos encabezados por el reconocido Clorindo Testa y que tantos años demandó su construcción. El sitio sobre el cual se erige la Biblioteca Nacional lo había ocupado el “palacio Unzué”, que fuera residencia de Juan D. Perón y María Eva Duarte, quien pasó a la historia como "Evita". En pleno corazón “cajetilla”, en el invierno del 52, hombres y mujeres humildes se acercaban hasta aquí, con velas encendidas, para orar por la salud de la señora. La casona fue demolida luego del 55, por la que se dio en llamar “Revolución Libertadora”; otro hecho de fuerte contenido simbólico para tratar de hacer desaparecer –sin suerte, eso está claro- al, ya arraigado en el pueblo, movimiento peronista.

   Ascendí por la plaza que da hacia Avenida Libertador, y me detuve unos minutos junto al monumento levantado en memoria de Eva. No era, claro, el que había proyectado la CGT y el gobierno, en aquel entonces, cuando pensaron construir –tras la muerte de ella- un mega monumento. Este es más pequeño, casi que pasa desapercibido. Se ve a Evita delgada, con un brazo levantado y avanzando. Fue la muerte, a temprana edad, que la detuvo.

            ***                                    

Eva Duarte (1919-1952)

Parece correr.
Lo hacía. 
En sus últimos días lo hacía.
Era una carrera contra el tiempo. 
Tiempo...eso que ella sabía que le iba a faltar. 
Hoy su figura de bronce, escuálida como su último cuerpo, se dibuja en las sombras de la noche. 
En ese sitio que la albergó cuando fue Eva. "Esa mujer"*. Evita. 
En una zona, paradójicamente, dónde no la querían. La despreciaban. 
Porque fue amada y también odiada. Y aún lo es con la misma intensidad. 
Hoy no hay velas, ni rezos; tampoco hay leyendas en muros. 
La leyenda que hoy se cuenta habla de que, durante la noche,  de las entrañas de la biblioteca -donde estuvo la residencia que la vio morir, el palacio Unzué- emerge un llanto que  corta el silencio de sus enormes pisos. Y una figura de mujer, delgada, se aparece. 
Otra "Felicitas" (1) de Buenos Aires alimenta un nuevo mito.
Pero es real que su cuerpo por ahí cerca descansa luego de tanto deambular. A pocos pasos, en aquel primer camposanto de los recoletos. Su tumba siempre tiene flores. 
Su historia trascendió fronteras, igual que hizo su cuerpo, como de muñeca, después de muerta. 
Fue indomable, amada, odiada y también "santa" **.
No sé desde que lugar la mira usted, pero en algo estamos de acuerdo...forma parte de nuestra historia. 

Juan Pablo Gómez

Alusiones a obras literarias. 
* "Esa mujer". Cuento de Rodolfo Walsh.
** "Santa Evita". Novela de Tomás Eloy Martinez.

(1) por Felicitas Guerrero de Álzaga (1846-1872). Asesinada por un hombre despechado. A quién sus padres le levantaron una iglesia en su memoria, en Barracas. 
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  Retomé la caminata, y accedí al edificio de la biblioteca por la amplia rampa. Ya en el subsuelo, me dirigí al sector para investigadores, y pedí los diarios de 1928. Opté por el diario “Crítica”. Me ubiqué en uno de los proyectores de microfilms. La chica que minutos antes había tomado mi pedido, se acercó con el rollo y lo instaló hábilmente. Me explicó someramente como era el manejo del equipo. Asentí, pero, como siempre me pasa, retuve menos de la mitad de la explicación.

  Con prueba y error, pude avanzar con la lectura. Comencé a pasar las páginas del diario. Debía buscar a mitad de mes, por lo tanto, aceleré el paso de las imágenes solo deteniéndome a leer los titulares de cada día.

  Fue justamente uno de estos que llamó mi atención. Decía: “Vive una Hija de Don Juan Manuel de Rosas”. Ciertamente era llamativo por la época, pero lo que alcancé a leer en su copete me sorprendió aun más: “Misia Nicanora Tiene 83 años y Vive en un Humilde Rancho de Glew, Cerca de Buenos Aires”. ¿Una hija de Rosas viviendo en 1928 en Glew? Me sonaba poco menos que imposible. Glew es una localidad del partido donde yo vivo. Era una entrevista a una señora cuyo nombre yo desconocía por completo, por ende, de cuya historia tampoco sabía. A medida que me iba adentrando en la lectura del reportaje me convencía cada vez más que sería muy interesante indagar en esa historia, buscar información en la actualidad y comprobar cuan cierto era lo que la entrevistada contaba. Uno sabe que en los diarios no siempre se cuentan verdades; y muchas veces por afán de lograr altas tiradas de ejemplares se publican artículos o notas con material de fuentes poco confiables o directamente falsas. Noticias sensacionalistas, precisamente para causar eso: sensación. Y venta. Bien podía ser uno de esos casos que la persona atribuye –generalmente la paternidad- a un personaje que tuvo algún tipo de trascendencia pública. Los motivos pueden ser varios: genuino reconocimiento a un vínculo parental cierto, la búsqueda de sus verdaderos orígenes y de alguna manera de su identidad.

     O, por el contrario, bien en el extremo de estos genuinos motivos, también pueden existir otros que no lo son tantos: afán de notoriedad, beneficios económicos –más, si hay suculentas herencias de por medio- o simplemente una falsa creencia en mentes poco equilibradas.

   En todo esto pensaba mientras continuaba leyendo; sin embargo, entre tantos detalles que la entrevistada brindaba me iba convenciendo de que detrás de esta historia podría haber algo de cierto y por demás interesante. Pero incluso, si aún no fuera real ese vínculo, me generaba curiosidad conocer sobre esa mujer que vivió en Glew y había manifestado públicamente ser hija del “restaurador de las leyes” -para unos- o del “tirano” -para otros-. Así pues, terminado el artículo, muy entusiasmado por lo que había leído saqué fotos del mismo y me fui de la biblioteca dispuesto a dejar por un momento de lado la continuación del trabajo de los orígenes de la quinta Rocca y adentrarme en éste: la de una presunta hija de Rosas… que vivió en Glew.

    Decidí ir almorzar a un bar cercano, momento en que aproveché a “googlear” algunos nombres que mencionaba la historia: Nicanora Castro, que se apellidaba ella Ortíz de Rozas, o Rosas, era, según varias fuentes, una de las hijas de Eugenia Castro con Juan Manuel de Rosas. Una relación nunca reconocida por el “restaurador”. Ni la relación ni los seis hijos que con esta joven mujer tuvo, mientras ella vivió con él tras la muerte de su esposa Encarnación Ezcurra. Con Encarnación tuvo 3 hijos, uno de los cuales falleció de bebé, y sobrevivieron dos: Juan Bautista y la archiconocida Manuelita. Ezcurra falleció en 1838 y Eugenia era la empleada que la asistía. Tras la muerte de Ezcurra, dicen, Rosas comenzó esa relación con la que era entonces una muchacha.

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    Juan Manuel de Rosas había nacido el 30 de marzo de 1793 con el nombre de JUAN MANUEL JOSE DOMINGO ORTÍZ DE ROZAS Y LÓPEZ DE OSORNIO, que luego abrevió en ROSAS (con S). A la fecha de asumir se segundo mandato como gobernador de la Provincia de Buenos Aires (y representante de la Confederación Argentina) contaba con 42 años. Estaba casado con Encarnación Ezcurra –cuyo nombre completo era MARIA DE LA ENCARNACION EZCURRA Y ARGUIBEL- desde el 16 de marzo de 1813. Al momento de contraer matrimonio ella contaba con 17 años y él con 20.

   De este matrimonio, tuvo tres hijos: Juan (1814), María de la Encarnación (1816) fallecida poco tiempo después y Manuela Robustiana (más conocida como Manuelita, en 1817). El matrimonio había adoptado a un hijo de Josefa Ezcurra –hermana de Encarnación- llamado Pedro Rosas y Belgrano, producto de una relación amorosa con el Manuel Belgrano.

    En ese momento la residencia de la familia Rosas estaba en el centro de Buenos Aires, la propiedad de los Terrero (luego fue comprada por Juan Manuel) estaba ubicada en lo que hoy son las calles Bolívar y Moreno.

    Eugenia Castro llegó a la casa de Encarnación y Juan Manuel siendo muy joven, como una criada especial. Era hija de un coronel del ejército que lideraba Rosas, de nombre Juan Gregorio Castro. Antes de morir, nombró a Rosas albacea y tutor de sus dos hijos (Eugenia y Vicente). Tras la muerte de su padre, la niña Eugenia había sido enviada por Juan Manuel y Encarnación a trabajar a la casa de una familia amiga (los Olavarrieta), quienes le propiciaban malos tratos. Tiempo después, enterada Encarnación, le habría pedido a su esposo que hiciera traer a la joven.

    Hacia 1838, Eugenia, ya estaba instalada en la casa de la calle Bolivar, asistiendo a doña Encarnación durante su enfermedad. Ese año, sin precisarse el día, pero antes de la muerte de esta, Eugenia dio a luz a una niña que llamó Mercedes. Esa hija fue reconocida por un sobrino de Ezcurra, un joven de nombre Sotero Costa y Arguibel.

     El 20 de octubre de ese 1838 muere Encarnación, esposa y principal colaboradora de Rosas. Según Manuel Gálvez, historiador y autor de una de las obras más completas de la vida y época del restaurador: “Rosas la llora sin consuelo. Se encierra con el cadáver. Echa llave a la puerta y atranca el postigo. El hombre recio, el gaucho viril, no quiere que lo vean llorar”. Rosas decreta duelo. Organiza y paga un pomposo funeral y pasa ser obligatorio llevar el cintillo negro de duelo junto con la divisa punzó.

      A partir de ese momento, Rosas decide dedicarse de lleno a gobernar. Y ante la ausencia de Encarnación, inicia una relación -en un principio secreta y para nada equitativa- con la joven Eugenia.

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    La entrevista del diario, a la cual yo le había sacado fotos y estaba leyendo en ese bar, la había realizado, en los primeros meses de 1928, un periodista de apellido Pineda Yáñez, que se había llegado hasta, en aquel entonces, remoto paraje del sur, en el partido de Alte Brown, de lo que antiguamente (pero no tan lejano en el tiempo) había sido la “campaña”; tierras que el ferrocarril del Sud ayudó a poblar. 

    Al comenzar el artículo el periodista escribe:

  Glew no es otra cosa que un nombre inglés, un pedazo de Inglaterra, la sombra del destierro. Hace 20 años que vive en Glew. Otros 20 llevó su padre en el exilio. La miseria ha desterrado a Misia Nicanora. Todos nuestros sueños se han desvanecido, cuando nos dijeron, al descender en la estación, el lugar donde habita con su hija, y un nieto. Y no es su nombre siquiera el que figura. Parece muerto hace mucho, desaparecido en el crisol del tiempo.

¿La señora de Casado?, siga derecho nomás. Allí en el campito vive misia Bernabella. En la casa sola. Rodeada de campo está la casa, desvencijada, formando esquina, en una de cuyas paredes los años han ido robando fijeza a unas letras temblonas que dicen: “farmacia”.

Por sus puertas destartaladas, el viento del invierno debe traer alaridos lejanos que recuerdan a la anciana señora los gritos salvajes de la indiada entregada al malón. Hay gallinas en torno, cloqueando. Después, el silencio de los siglos se cierne sobre la casa como eco sobre ruinas augustas”

      Nicanora recordaba varios lugares y anécdotas mientras convivió con Rosas siendo niña, tanto en la casa de la calle Bolívar como en la fortaleza de San Benito de Palermo, dónde luego Sarmiento ordenó levantar el parque “3 de Febrero” (fecha de la batalla de Caseros) y posteriormente se instaló el Zoológico (hoy, el zoo es una reserva natural urbana). Era una entrevista extensa, al punto que el autor –supe por la info que me brindaba la web- luego hizo un libro con buena parte de ese material (“Como fue la vida amorosa de Rosas. Ed. Plus Ultra.1972).

  Como en el artículo mencionaba el apellido “Casado”, que fuera yerno de esta mujer, entré en la página de búsqueda de números telefónicos para ver si todavía residía alguna persona con dicho apellido, en Glew. ¡Bingo! Eran tres los números que aparecían en la lista. Desde el celular llamé a uno, me atendió una voz femenina. Sinceramente no sabía cómo empezar la conversación sin que la interlocutora me considere un desquiciado. Opté por decirle que era un investigador de cuestiones históricas del partido de Alte. Brown, y le confesé lisa y llanamente el motivo de mi llamado. Luego de unos segundos de silencio dijo, por fin, que sí, que era descendiente de esa mujer; pero me recomendó hablar con su tío, brindándome los datos donde ubicarlo.

  Llamé al mozo, pagué la cuenta y salí presuroso hacia el subte con destino Estación Constitución. El tren a Glew salía cada veinte minutos.

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  De la relación de Juan Manuel de Rosas con Eugenia Castro (“La cautiva”, así la llamaba Rosas, según Piñeda Yáñez) nacieron 6 hijos (algunos le atribuyen a Rosas también la paternidad del primero, pero dado que Encarnación aún vivía –argumentan- un sobrino de esta lo asumió como propio):

-          Ángela (1841),  Nicanora (1844),  Ermilio (1845), Justina (1849),  Joaquín (1850) y Adrián (1852, cuando Rosas ya estaba en el exilio).

    Rosas tenía mucha afinidad con dos de estos dos niños: Ángela, a la que llamaba “el soldadito” porque la niña gustaba usar el uniforme del ejército rosista y con Ermilio, que llamaba “El coronel”. Según el autor, Rosas le pidió a Eugenia que viaje con él al exilio, pero solo con esos dos hijos. Eugenia se negó. Era con todos o nada. Fue nada.

    A Nicanora, su padre la llamaba “Canora”, y cuando le regañaba por su comportamiento le decía “la gallega”. Una anécdota –según cuenta Nicanora- era qué de niña, un día “el viejo” ordenó a dos de sus soldados que “lleven a esa gallega salvaje unitaria a que le den 500 azotes”. Y la castigaban a medias, porque los latigazos se lo daban sobre un cartón que le ponían encima, sobre su espalda, de manera que no impacten sobre su cuerpo, pero sí que el acto y el ruido le infundieran temor.

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  Llegué a Constitución. Siendo sábado, la gran estación terminal no era un hormiguero como habitualmente sí se muestra los días de semana. Miré el cartel anunciador: Alejandro Korn, por andén 4. El tren partía en cinco minutos. Pasé los molinetes y apuré el paso. Subí al vagón y me senté en el primer asiento vacío que encontré. Quería seguir leyendo más detalles de la vida de aquella mujer y de los recuerdos que confesaba al periodista de “Crítica”. De pronto, me encontré repitiendo el mismo recorrido que, en 1928, este había realizado.

  Debió ser el cansancio o el traqueteo de la formación. No lo sé. Pero a la altura de Lanús me dormí profundamente. Desperté cuando una voz anunció el arribo a Glew (lo pronunció Glú), pero algo raro había sucedido. Algo que no podía explicar. Ni el vagón ni la formación era al que me había subido en Constitución. Estaba en el interior de un vagón de madera. ¿En qué momento cambiamos de tren?, pensé. Cuando descendí, mi sorpresa fue mayúscula. El edificio de la estación también era de madera (bah, era una sencilla casucha con la forma típica de las antiguas estaciones ferroviarias que en fotos había visto). Los andenes eran bajo y la gente los cruzaba con total normalidad. Estuve unos segundos detenidos observando la escena. Caminé algo aturdido. Hice unos metros y me percaté que todo –o casi todo- a mi alrededor era campo. El pitido de la locomotora a vapor me sobresaltó. El tren retomaba la marcha hacia San Vicente.

   No atiné a decir palabra. Las pocas personas que descendieron conmigo habían desaparecido más allá de la calle.  El viejo reloj de la estación marcaba las tres y media de la tarde. Nadie caminaba por la calle. A través de una de las ventanas de la oficina de quién era el jefe de estación alcancé a ver un almanaque. La fecha casi me produce nauseas: 3 de abril de 1928. Una brisa fría me recordó que no tenía abrigo para ese día de otoño.

  Salí hacia el exterior (salir era una manera de decir), y lo primero que pude observar fue la cúpula de la Capilla Santa Ana; hacia allí me dirigí. En esa dirección tenía que ir, según las indicaciones que me había brindado la sobrina de Oscar Casado, la persona a la que yo tenía que ir a ver en el presente. Ahora estaba en el pasado, no sé si un pasado real o de ensueño. Pero yo lo vivía tan real como es el presente.

  Unas pocas construcciones se levantaban sobre la calle junto a la estación. Viejas edificaciones que en el siglo XXI ya no existen… o no lucen así. Como esa casa de dos plantas, en la ochava de enfrente, tan características de Glew. Los pocos comercios estaban cerrados. La hora de la siesta era sagrada en todo pueblo, recordé. Y Glew era eso. Un pequeño pueblo junto a una vieja estación.

Caminé en dirección a la iglesia. Sus puertas estaban abiertas, no resistí la tentación de ingresar. Estaba vacía, como vacía estaban sus blancas paredes. Faltaban cuarenta años para que el maestro Raúl Soldi realizará su extraordinaria obra. Saqué el papel donde había anotado los datos, según las indicaciones, tenía que seguir dos cuadras desde la capilla.

  Fue pasar la construcción de la iglesia y la vi. Aquella era la casa, sin dudas, la vieja casa haciendo esquina, como escribió Piñeda Yañez en el artículo.  La calle era de tierra, me acerqué lentamente. De la arboleda cercana llegaban el canto de los pájaros. Más allá podía ver vacas pastando y el humo de la locomotora que se perdía en el horizonte sur.  La casa tenía paredes de ladrillos grandes, revocada de manera rustica. Ventanales que nacían desde el piso. En un costado, un rudimentario portón de madera que más parecía una pequeña tranquera. Me acerqué a este. Golpeé las manos. Una, dos veces. Percibí un ladrido de un perro, que no se acercó. Escuché una voz que gritó: - ¡Pase!-

    Atravesé el portón tranquera y caminé por el costado de la vivienda. Llegué a un patio, distinguí un viejo aljibe. Las gallinas caminaban a su alrededor, picoteando la tierra. En el patio, bajo la sombra de una parra una anciana se mecía sobre una silla de mimbre. Supe que era ella.  

    Tenía sus ojos cerrados y los abrió cuando me aproximé. Respiraba cansada. Los años parece pesarle. Mueve sus labios hacia arriba imperceptiblemente, se me antoja que era una mueca de sonrisa:

-Lo estaba esperando…tome asiento- me dijo.

   Me senté en un banco de madera junto una mesa de igual material. En silencio. No podía emitir palabra, creo que solo le devolví la sonrisa.

  Cerró los ojos nuevamente. El movimiento de la silla mecedora y la cadencia de su respiración parece transportarla al mundo de los recuerdos, como un sortilegio, un puente primitivo.

-          ¿Sabe?, cuando cierro los ojos las imágenes vienen a mi memoria. Primero son borrosas, luego se van aclarando. Me veo niña, en la gran casona de Palermo, jugando con Antuca, Ángela y Ermilio. Son momentos alegres, mi madre… pobrecita, que Dios la tenga en la gloria, está abocada a las tareas de la casa, entre tantas otras mujeres que hacen lo mismo. El viejo está en su escritorio atareado en sus cosas; no lo vemos, pero lo sabemos. Vemos entrar y salir de ese cuarto a personas vestidas con ropas elegantes, y también a soldados con los uniformes rojos punzó-

Me miró como esperando preguntas. Yo seguía mudo.

-        -   Ay, ay, ay…pensar que en Palermo como en Santos Lugares estábamos bien atendidos, mis hermanos y yo. Las criadas nos peinaban y mi madre nos ponía vestidos de buena tela. Todos, allí, sabían quiénes éramos; lo sabían…, pero tenían prohibido decirlo. ¡Y míreme ahora, vestida con ropas simples, y con un peinado que madre mía!  Pero tengo que agradecerle a mi hija Bernabela que me cuida y me da todo lo poco que hoy tengo. No me falta nada, ¡eh!, pero ciertamente no hemos tenido nada de nada luego de que el viejo se fuera al exilio. ¡Qué miseria pasamos junto a mi madre! Ella recibió, tiempo después, lo que su padre, mi abuelo, le había dejado como legado. Una casucha en el barrio de la Concepción. Pero tuvo que esperar que Rosas haga su testamento, después de eso se la dieron. A ella y a su hermano. Mi tío.  Pero el muy taimado de mi tío se la terminó quitando. Antuca fue la única que más o menos se acomodó, con su marido. El resto estuvimos de aquí para allá pasando muchas necesidades, lavando y cociendo para otra gente-

        - ¿Por qué Rosas no los reconoció? - me animé a preguntarle.   

 -    ¿Habla el señor?, pensé que era mudo - me dijo haciendo la misma mueca que yo atribuyo a una sonrisa. Y continúo: - El viejo tenía la presión de mi media hermana, Manuelita. Ella no quería saber nada con que nos reconociera. Para ella nosotros éramos los hijos de una mujer que estuvo con su padre solo para acompañarlo en la soledad. Ella igual se divertía con nosotros, eh!. Se divertía de lo lindo, cuando vivíamos en Palermo. Nos mandaba a llamar para que la peináramos y esas cosas. Pero éramos solo eso: hijos de una extraña, de una sirvienta que atendía a su padre, nada más. Y para el viejo, Manuelita era su debilidad. Ella lo terminó acompañando al exilio, junto al que después fue su esposo, Terrero. Cuando ella le anunció que se casaba, el viejo le quitó la palabra durante mucho tiempo, porque se sintió que lo abandonaba en la vejez. Y así era el viejo, él también había quedado ofendido con mi madre porque ella no quiso acompañarlo. Se lo reprochó hasta en las cartas que intercambiaron después. Y en las que también yo escribía. Por suerte, Antuca, Ángela, Ermilio y servidora llegamos a tener cierta educación en Palermo. ¿Sabe?. Mis hermanos más chicos, no. Ellos no llegaron a disfrutar lo que nosotros vivimos junto a nuestro padre. Ellos fueron analfabetos, pobrecitos. Pero él se fue, y quería que mi madre la acompañara solo con Angelita y Ermilio. Mi madre se negó. Y así pagó lo que él llamó “ingratitud”. Pero, ¿sabe?, a mí no me importó y me cambié el apellido de Castro por Rosas. Todos mis hermanos, menos Antuca que ya tenía el de Sotelo Costa…ella, para que mentir, también era hija. Nos lo confesó mi madre. Y en 1886, cuando mi hermano Adrián y yo vivíamos en Lomas de Zamora, conocimos al Dr. Rafael Calzada, un abogado español. Lo visité en su estudio. Y terminamos iniciándole un juicio a Manuelita y Juan Bautista, reclamando que nos reconocieran como hijos de Rosas, como lo que éramos, y también reclamamos cobrar parte de su herencia. El juicio fue noticia en los diarios de la época. Pero la justicia dijo que mi padre no tenía bienes en el país ya que se le había confiscado todo, luego de derrocado. Y si algo dejó en Inglaterra, teníamos que iniciar el juicio allá. Imagínese, no tuve ni la plata ni las ganas para seguirlo. Y se acabó la historia. Dejamos también de intercambiar cartas con Manuela. Ya no queríamos saber nada de ella-.     

 Un fuerte viento se levantó y una puerta detrás de mí se cerró con fuerza, haciendo un ruido que me sobresaltó. Distraje la mirada para buscar la fuente del impacto. Volví a girar la cabeza hacia Nicanora, pero solo me encontré con una mecedora vetusta y vacía. Las hojas del piso se levantaron por el mismo viento. El suelo ya no era de tierra sino de baldosas. El patio parecía haber cambiado, no demasiado, pero si lo suficiente para darme cuenta que, si bien estaba yo sentado en el mismo lugar, la casa ya no era la misma. No, al menos, como lo era mientras hablaba con Misia Nicanora.

  La voz de un hombre me hizo levantar la vista.

-          -Mire -me dijo Oscar Casado- acá está todo el material que yo conservo de la historia familiar. No es mucho

       Y a continuación me lo extendió. Lo tomé en mis manos, abrí el folio y saqué los recortes. Uno de ellos era una necrológica, sobre la muerte de Nicanora, publicada en un diario de la época. No tenía nombre de la publicación ni fecha.

-       -  No sabemos ni cuándo ni dónde murió mi bisabuela-  dijo Oscar.

S     Sopesé el material que tenía en mis manos. Leí: Nicanora Ortíz de Rozas. Ya no Castro, ni Rosas a secas. Ella fue enterrada con ese apellido compuesto. Le pertenecía. Sonreí. Lo miré a Oscar y le prometí que iba a investigar para darle respuestas.

      Desde entonces, la historia de Nicanora en Glew, no me abandonó jamás.

 

Juan Pablo Gómez


Fuentes:

Piñez Yáñez, Rafael en Diario Crítica. Articulo. Edición del 21/01/1928

Piñeda Yáñez, Rafael. “Como fue la vida amorosa de Rosas”. Ed. Plus Ultra. 1972

Gálvez Manuel. Vida de Don Juan Manuel de Rosas. Editorial Tor, 3ra edición, 1949

Sáenz Quesada, María. Mujeres de Rosas. 2005. Emecé.

Gómez Juan Pablo. Descendientes de Rosas en la región Lomas de Zamora y Alte. Brown La historia de Nicanora Rosas de Galíndez en Glew, y su descendencia. 2018.Trabajo inédito.

Mi agradecimiento a Oscar Casado y familia. 

Veracruz 2477. Valentín Alsina

( A la memoria de C. M.)    Esta dirección, en la ciudad de Valentin Alsina fue durante, al menos veinte años, un lugar muy especial. Claudi...